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La última boda

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Hector Ghiretti

Profesor de Filosofía Política

Hacía años que no iba a un casamiento. No solamente porque no tengo una vida social muy intensa sino porque eventos como estos se han vuelto realmente raros en nuestros días.

Iglesia, civil y fiestón. Había una vibración positiva entre los novios, las familias, los amigos. Eso no siempre se da en las bodas. Se notaba que esa gente se quiere.
Mientras llegaba a la recepción, se me ocurrió que en nuestros tiempos resulta difícil pensar en un ejercicio de libertad y de rebeldía más radical que este.
Dos personas le dicen a Dios, al Estado y a sus parientes y amigos –a todos, en definitiva- que se quieren y piensan seguir juntas hasta que se mueran. Encima lo festejan y se gastan una fortuna en la celebración. Como para que les quede claro.
No se van a convivir para ver cómo les va, no se suben a la cuerda floja (y vaya si está floja: no por ellos, sino por toda la sociedad) discretamente y casi con vergüenza, protegidos por una cortina de discreción que los oculte si el experimento no funciona. Lo hacen en público, a la vista de todos.
Contra la demolición programada de la institución del matrimonio, la volatilidad de los afectos posmodernos, la proliferación de las identidades de género, la crisis del capitalismo, el calentamiento global, la sobrepoblación, la precarización, la globalización depredadora, el ajuste, dos tipos hacen pública su voluntad de permanecer unidos no a un ideal, a una lucha o a una causa (es decir, cosas que pueden seguir siendo iguales a sí mismas) sino… al otro. A otra persona. Las personas cambian. Un riesgo altísimo.

Además se proponen tener hijos, asunto que probablemente aumente la irreversibilidad de la decisión. Intuyen -porque no lo saben a ciencia cierta, no pueden saberlo- que lo que les espera va a ser duro. Un aprendizaje mutuo en la convivencia diaria. Dificultades de todo tipo. Un ambiente hostil que no favorece los compromisos definitivos, que erosiona el entusiasmo y la esperanza. Que conspira abiertamente contra la educación de los hijos.

Y sin embargo festejan como si hubieran conseguido algo. Raro ¿no? Aunque -la verdad sea dicha- no veo mejor manera de iniciar una empresa tan complicada.Parece que hicieran todo a contramano, en dirección opuesta a las tendencias y el contexto. El tan recurrido sentido comúnes un aliado engañoso.

En otros tiempos, a esto se le llamaba rebeldía. Es una sublevación discreta, sin gritos, estridencias ni estampidos. ¿Podrá ser algo más?

Toda revolución procura no solamente cambiar los sistemas y las estructuras. Busca transformar al hombre, hacerlo bueno, porque se sabe que la sociedad no cambia si no lo hacen sus integrantes. Pero fracasa invariablemente: al hombre no se lo transforma por medio de la violencia.

La promesa del hombre nuevo ha sido arrojada al basurero de la historia. El hombre es más o menos el mismo de siempre. Un ser lleno de miserias pero con capacidades de aprender y superarse. Esas capacidades se estimulan y potencian en condiciones muy específicas de crianza y educación. Esas condiciones se han vuelto extremadamente raras, precarias.

Hace un tiempo oí en un telefilme policial francés que “la revolución del amor es la única que no traiciona al hombre”. Decían que la frase era de Juan Pablo II. No he podido encontrarla en los textos que aparecen en la web.Haya sido su autor o no, expresa una verdad profunda.

En otros tiempos, la institución matrimonial constituía un fenómeno de reproducción sociocultural, de integración a un cuerpo social con unas reglas sólidas y bien establecidas, compartidas por todos, o casi.Hoy ha pasado a ser una forma de insubordinación fundacional, la estrategia constitutiva de una sociedad mejor.

 

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