Lucía Martínez Alcalde
Estudió Filosofía y Periodismo en la Universidad de Navarra, donde ahora trabaja, en la
revista Nuestro Tiempo. Ha publicado dos novelas (Me debes un beso y Por donde entra
la luz) y dos ensayos (El arte de no llegar a todo y Más que juntos. Cómo disfrutar el
matrimonio desde el “sí, quiero”; —coautora—). Escribe habitualmente en su blog
makelovehappen.blog, sobre amor, relaciones, integridad sexual, matrimonio y familia.
Está casada y es madre de tres hijos.
Este artículo contiene spoilers.
Es una adaptación del artículo original publicado en Makelovehappen.blog
Adolescencia no te deja indiferente. Por empezar con lo obvio: la impresionante calidad
técnica. No solo por los espectaculares planos secuencia [aquí un breve making of de cómo
se grabó cada capítulo en un único plano secuencia real], que también, sino por los actores
y el guion. Y aquí enlazo con el meollo de esta serie: la historia, el contenido, el fondo. Una
historia dura, pero también necesaria.
¿De qué va Adolescencia?
No creo que sea una serie “sobre los incels”, como se ha dicho a veces. De hecho ni
siquiera queda claro (o a mí no me lo parece), que Jamie, el protagonista, pertenezca a la
manosfera. Katie, la niña asesinada, se mete con él por este tema, ¿pero está describiendo
un hecho o poniendo una etiqueta? Seguramente había “coqueteado” en internet con esos
foros, eso sí. Pero no estaba en ese punto de radicalización. Otro asunto distinto es que la
serie ha sido relevante para poner estos términos (incel, manosfera) y las realidades que
nombran en los titulares.
Jamie es un adolescente. Un chaval con unas inseguridades fuertes, unos padres cariñosos
pero un poco (o un mucho) despistados. Problemas de bullying en el cole. Unos profesores
con falta de autoridad. Demasiado tiempo en internet sin supervisión. Una autoestima justita
más bien tirando a baja (“no soy guapo”, “cómo voy a gustar a las chicas”, y estos
comentarios ¿no los puede haber hecho cualquier chaval en esa edad en cualquier
momento?). Y un temperamento con arranques de violencia, como se le ve cuando es
incapaz de controlar su ira.
Queda flotando el interrogante de qué peso tiene cada uno de esos factores en el cóctel
molotov cuya explosión conduce al homicidio. Porque además a todo esto hay que sumarle
su libertad, está claro.
No, definitivamente no creo que Adolescencia sea una serie sobre la masculinidad tóxica.
No sé ni siquiera si podría decirse que hay un tema o más bien hay una retahíla de
preguntas que plantea. Como escribe Alberto N. García: «Su dolorosa grandeza es que nos
obliga a mirar de frente… cuando preferiríamos mirar hacia otro lado».
Además de las cuestiones que ya he planteado antes, añadiría estas otras:
¿Cómo ha sido posible?
¿Podía haberse evitado?
¿Quiénes eran los responsables de evitarlo?
¿Cuánto peso tiene la responsabilidad de cada cual?
El capítulo final: los límites de la culpa
En el diálogo final de la madre y el padre hay muchas claves para entender. Creo que una
de las principales preguntas es el nivel de responsabilidad que tienen los padres sobre las
acciones de su hijo. O tal vez, como madre, es de las que más me ha apelado a mí. Esa
frase de la madre: «Nos dará paz aceptar que podíamos haber hecho más». Pero su
responsabilidad de haber hecho más no significa que sean culpables de todo. No podían
sustituir a su hijo. «Le hemos hecho a él, pero también la hemos hecho a ella», comentan
refiriéndose a su hija mayor. De los mismos padres, dos hijos distintos. Aunque queda claro
que ha habido vacíos que deberían haber cubierto («Se pasaba en su cuarto desde volver
del cole hasta la 1 de la madrugada y pensábamos que estaba a salvo»).
Otra pregunta que me surgió al ver el capítulo 4: ¿Es el padre de Jamie violento? No diría
eso. Es un hombre con un temperamento colérico tal vez, y con una ira que le cuesta
manejar en situaciones. Pero él mismo cuenta su decisión firme de no pegar a sus hijos,
como él había sufrido de su padre. Y se ha mantenido en esa decisión. Eso dice mucho de
él. Luego ha fallado en otras cosas como padre, pero en eso no. Si fuera un hombre
violento sin remedio, se le habría escapado el cinturón más de una vez con sus hijos, ¿no?
Hablemos de la escena del final (con la canción de Aurora, esa letra, esa melodía, la
inocencia rota). Esa escena final que viene precedida de todo lo anterior, claro, y por eso
tiene la carga que tiene: el padre derrumbándose. Pero, sobre todo: el momento en el que
mete al oso de peluche en la cama de su hijo y lo arropa, y después le coge la cabecita, con
ternura, como si fuera un niño, le besa y le dice: «I’m sorry, son». Una petición de perdón a
su hijo, sí, pero también una despedida a la inocencia, a la familia que habían construido,
¿al padre que quería ser? Un duelo.
¿Qué hay en la mente de Jamie?
En toda la serie se plasma un deseo, casi una necesidad de entender el porqué, las
motivaciones de Jamie. Que, en realidad, se quedan en la sombra, al menos en un
claroscuro. La psicóloga (impresionante capítulo 3) intenta todo el rato buscar algo donde
agarrarse, algo que explique la monstruosidad, que le absuelva. El policía en el capítulo 2
también está buscando los motivos. Lógico. Tiene un hijo de la misma edad y en el mismo
instituto que el protagonista.
En los capítulos 2 y 3 se ahonda más en el tema de las pantallas y las redes sociales. La
hiperconexión y el aislamiento; el bullying y el peligro de radicalización; el sexting, los
chantajes y la pornografía; la incapacidad para relacionarse cara a cara.
Jamie le cuenta a la psicóloga la vez que en un partido falló una jugada y, en ese momento
miró a las gradas buscando la mirada de su padre y este estaba mirando hacia otro lado.
Luego la versión de los hechos se la cuenta el padre a la madre en el capítulo 4. El padre se
acuerda, sabía que tenía que haber aguantado la mirada y que tenía que haber sido una
mirada de apoyo y de protección. Pero no pudo. Tuvo miedo de que su mirada trasluciera
decepción y consideró preferible retirarla. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros? Nos
encantaría ser tan virtuosos como para que no se nos noten las primeras impresiones en la
cara, pero ¿hasta que alcancemos ese grado de virtud?
Más allá de la anécdota concreta, el tema de la mirada me parece super potente. Del poder
de las miradas he escrito ya aquí. Y hay en la miniserie una reflexión sobre esto también. Al
final la autoestima la construimos con nuestro autoconocimiento, sí, pero también (y en la
adolescencia especialmente) con cómo nos ven los demás. Somos seres sociales. No
vivimos aislados. Y en mundo de Instagram y TikTok, cómo nos ven los demás supera las
fronteras de familia, amigos, compañeros de clase. El “público” de nuestra vida puede llegar
a ser demasiado amplio (como se ve en el documental The Social Dilemma), y no es una
audiencia que se muestre propensa a la compasión o a la “mirada buena” que haga crecer y
saque lo mejor de ti.
¿Nos puede pasar a cualquiera?
En uno de los vídeos de making of de la serie escuché a Stephen Graham (uno de los
creadores y guionistas de la serie, y el actor que hace de padre, con una interpretación que
te encoge el alma) decir que quería que el espectador se preguntara «¿Por qué? ¿Cómo ha
pasado esto?» y también «¿Esto me podía haber pasado a mí?». Graham lo deja en
pregunta, pero luego este punto, en afirmación («Nos puede pasar a cualquiera»), lo vi en
algún que otro artículo comentando la serie.
Y me interpeló. ¿Eso es verdad? Por una parte pensé: sí, es verdad, nadie puede asegurar
que sus hijos jamás serán capaces de cometer una atrocidad así. Lo que hemos hablado
antes sobre la libertad personal.
Por otra parte, algo de mí rechazaba esta idea, y no era solo que me pareciera incómoda,
horripilante de imaginar o acusatoria antes de tiempo. Asimismo la considero algo injusta e
irreal, o tal vez injusta por no corresponder completamente con la realidad. No me termina
de convencer esta «democratización del riesgo». Me recuerda a las campañas de
prevención de ETS que “juegan” también con esta «democratización del riesgo». No se trata
de negar los riesgos que existen, pero no creo que se pueda decir que todos estamos
expuestos a esos riesgos de igual manera. Pensemos en los accidentes de coche: uno
puede seguir todas las normas de tráfico, ser prudente al volante, saberse el código de
circulación, y aun así sufrir un accidente. Sí. Pero las probabilidades de accidente son más
altas para quien conduce como si estuviera en una película de Fast and Furious.
Volviendo a la miniserie: ¿podía haber sido diferente la historia de Jamie solo con que
sus padres hubieran restringido su uso de pantallas? Y no solo eso: con unos padres
que se enteran de lo que hay, que construyen relaciones de confianza y que entablan
conversaciones significativas con sus hijos. Es verdad que uno puede restringir el móvil a su
adolescente hasta, digamos, los 16 (por poner una edad mayor que la que tiene el
protagonista). Por supuesto, eso no te asegura que no acceda a contenido inadecuado por
otros medios (móviles de amigos, por ejemplo), pero sí que no se pasa de 5 pm a 1 am en
foros de contenido radicalizado. Con esto no estoy cargando las tintas en la responsabilidad
de los padres en las acciones de Jamie, pero sí explorando un poco el océano de ese
«Pudimos haber hecho más» que dice la madre.
Tampoco creo que el objetivo de la serie sea “meter miedo a los padres”. Pero sí
espabilarles un poco: «Ey, hay cosas ocurriendo ahí afuera —o ahí dentro, en el cuarto de
tu hijo— de las que no te estás enterando. Y deberías. Y deberías hacer algo con eso».
No puedes llegar al “riesgo cero”, no puedes asegurar que «mi hijo jamás hará esto, porque
le he educado de diez», pero sí puedes “comprar papeletas” para que el riesgo se acerque
más a cero que a cien.
Y el caso además es que Jamie tampoco tenía “todas las papeletas”. Me encanta cómo lo
explica el artículo de Ana Zarzalejos, en el que subraya que Adolescencia no es un
documental, sino una serie de ficción. Como señala Zarzalejos, Jamie no es el prototipo
de adolescente asesino. Su personaje no está basado en hechos reales. Los autores
se inspiraron para construir la historia en diferentes casos de asesinatos de chicas por parte
de uno de sus compañeros de instituto, pero esta miniserie no habla de ninguno de ellos en
particular.
«Si de verdad queremos entender el fenómeno de la violencia entre menores, es bueno
conocer que ser criado en el seno de una familia unida es uno de los predictores más
fiables de éxito para la vida de un niño. Los padres de Jamie en la serie se adoran y llevan
juntos desde la adolescencia. Por supuesto que hasta los peores males ocurren en las
mejores familias, pero quizá no se podría decir que eso es el paradigma de un
fenómeno», dice la autora del artículo. También menciona que «el crimen más conocido
asociado a la manosfera es el de Jake Davison, un joven de 22 años que disparó a su
madre y a otras cuatro personas antes de suicidarse». La investigación mostró que había
estado consumiendo contenido sobre la cultura incel. Pero, como explica más
detalladamente el artículo, Davison no era nada de lo que Jamie es.
Antes de leer a Zarzalejos había leído a Alberto N. García este otro artículo sobre la serie,
en el que critica su politización y habla del poder de la ficción:
«La serie no opera como un tratado sociológico ni como un panfleto de alarma moral.
Su relación con la realidad no es la de un informe que busca diagnosticar causas y
consecuencias, sino la de una historia que destila preocupaciones contemporáneas sin
someterlas a una tesis cerrada. Una obra de arte no es una llave inglesa. No pretende
ilustrar un problema con cifras ni ofrecer soluciones, sino encarnar sensaciones, conflictos y
miedos que, aunque existan en el mundo real, aquí operan con la lógica de la ficción […]. Si
Adolescencia despierta tantas interpretaciones es porque no impone un discurso, sino que
plantea preguntas. […] Porque la buena ficción, al fin y al cabo, no debería estar para
confirmar certezas, sino para agitarlas. Nos permite tocar el miedo, la violencia o la culpa
sin quemarnos del todo. Y en ese roce con lo insoportable es donde mejor entendemos
quiénes somos… y quiénes no queremos ser».