Por Maria Grazia Gualandi
Qué hacer cuando los hijos casi adultos se quedan en casa
Hasta hace algunos decenios eran tres los eventos fundamentales que marcaban la transición de la adolescencia a la edad adulta: la finalización de los estudios, el ingreso en el mundo laboral y la formación de la propia familia. Hoy en día parece que tales etapas han perdido la tradicional característica de momentos fundamentales que tienen una secuencia definida y normalizada socialmente y, a menudo, se pasa a otra etapa sin haber acabado la que la precede.
Actualmente se asiste a una prolongación de las fases del ciclo de vida de la familia que determina el fenómeno de la permanencia de los jóvenes adultos en la familia de origen. El acercamiento de los términos joven y adulto parece ser contradictorio. De hecho ser joven significa estar todavía en fase de desarrollo mientras que ser adulto significa haber llevado a cabo el propio crecimiento. La fase en la que viven los jóvenes adultos no es ni un alargamiento cronológico de la adolescencia ni de la primera fase de la edad adulta, sino se trata de una época de la vida en la cual la peculiaridad consiste en ser un puente, un pasaje entre dos condiciones.
La situación del joven que se queda en casa viene bien descrita por Eugenia Scabini y Pierpaolo Donati en una significativa metáfora:
“El bailarín está parado detrás de la escena. Ha ensayado estos pasos durante años. El telón todavía está bajado. Estático espera a que el telón se levante para empezar su danza. Conoce los pasos de memoria: es su momento, tiene que salir. Pero el telón no se levanta. A medida que pasa el tiempo la concentración baja. El bailarín olvida los pasos. Ahora tiene mucho miedo. Ya no quiere bailar. Prefiere permanecer allí, detrás del telón bajado”.
Si se analiza desde cerca este fenómeno se aprecia que es el éxito conjunto de factores sociales, psicológicos, familiares y personales. Lo que está pasando entonces no tiene una única causa sino varias. Desde el punto de vista cultural y social muchas son las razones por las cuales el joven adulto permanece en familia: la prolongación de los años escolares, la dificultad para encontrar trabajo y alojamiento, la crisis económica de los últimos años son algunos ejemplos.
Entre las causas probablemente se pueda hacer una distinción entre dos categorías. Hay algunos jóvenes que se quedan en casa porque, al fin y al cabo, les conviene. A veces la difícil búsqueda del trabajo o los estudios cada vez más largos pueden ser una excusa para no esforzarse demasiado en buscar soluciones independientes.
En una segunda categoría se pueden colocar los jóvenes que, en cambio, tienen reales problemas para salir de casa. En ese caso, las razones que motivan una permanencia prolongada del hijo en su familia no dependen de la propia elección sino de varios factores que no se pueden controlar. Entre muchos ejemplo el no lograr encontrar un trabajo a pesar de muchos esfuerzos. Otros (pocos) se quedan para cuidar de los padres ancianos, enfermos o viudos.
Dentro de la primera categoría, una de las motivaciones para quedarse en casa puede proceder de una expectativa demasiado alta e irreal hacia la vida a la que se aspira. La sociedad consumista ha aumentado el nivel de necesidades básicas, y por consiguiente la satisfacción de tales necesidades obliga o a tener altos ingresos o a seguir dependiendo de la propia familia.
En algunos casos se trata de una ‘concordancia generacional’. Efectivamente, puede pasar que sean los mismos padres quienes quieran que el hijo se quede en casa por no poder o no querer dar el paso hacia esa última separación de él y quizás por el miedo a pasarse ellos mismos a la siguiente etapa, la del ‘nido vacío’. Por eso construyen relaciones familiares particularmente positivas de manera que, al final es difícil la separación emotiva y el salto generacional. El hijo entonces tiene que hacerse cargo en el momento de la separación emotiva del propio dolor y del dolor de sus padres. Por eso muchos jóvenes (y padres) prefieren una despedida que no sea total, abierta a la continuidad. El joven adulto trae beneficios de esa situación ya que vive relaciones familiares generalmente positivas, tiene una grande autonomía en las decisiones además de libertad de acción y está ‘protegido’ por los padres en un ambiente poco conflictivo.
La emancipación tardía de los jóvenes provoca algunos cambios en las dinámicas familiares que merecen atención. En primer lugar el hijo adulto que se queda en casa con sus padres no permite que se realice la ‘inversión de rol’ y el salto generacional que consentía –en las familias del pasado– a los padres ancianos recibir ayuda de él. Esta transformación influye también en la vida afectiva y profesional que viene marcada como ámbito para la realización de sí mismo y no como ámbito en el que se puede cumplir el ‘salto generacional’ reconociendo el cambio de estatus, rol y responsabilidad.
Los jóvenes que quieren permanecer en la situación de ‘adolescencia prolongada’ se instalan en la inmadurez. El problema principal no es que no sepan elaborar concretamente un proyecto de vida, sino que no vean la necesidad de proyectar su vida y de proyectarse a sí mismos en el futuro.
Tanto por la primera categoría de jóvenes como por la segunda, esa situación no les hace crecer en madurez. La excesiva prolongación de la tutela desfavorece la aceptación, por parte de los jóvenes, de las responsabilidades y es un obstáculo para que el joven desarrolle una nueva identidad como adulto ya que la familia de origen tiende a amortiguar las contradicciones sociales y especialmente las que se refieren a la difícil incorporación de los jóvenes en el mundo laboral. Lo que sale comprometido es el proyecto personal: en el momento en el que los jóvenes deberían tomar decisiones con respecto al futuro, siguen interesados solamente por el presente inmediato.
La permanencia del joven en su casa afecta también a la posibilidad de construir una propia familia. Algunos jóvenes quieren tener tiempo a disposición para ‘experimentar’ distintas alternativas, pues no quieren tomar decisiones que vinculen excesiva y demasiado pronto sus vidas. Desean tener una etapa de espera en la que puedan tantear la vida afectiva y profesional sin hacerse cargo completamente de los vínculos y de las responsabilidades que estas elecciones implican. Todo ello afecta a los futuros padres que probablemente pasen de ser hijos completamente dependientes de su propia familia a ser padres sin haber adquirido la necesaria autonomía y práctica para ser independientes.
Hay otro problema importante relacionado con la permanencia de los hijos en el hogar de origen. La familia adquiere una nueva estructura en la cual conviven varios adultos. Los padres tienen que enfrentarse de esta manera con una situación nueva (los hijos que ya no son ni adolescentes ni adultos) sin disponer de modelos establecidos previamente y sin contar con soluciones homologadas en épocas anteriores.
Se deduce que la dificultad para salir de casa del joven adulto es un problema conjunto de padres e hijos, pero también la situación precaria de la sociedad no ayuda a cambiar el panorama. Lo óptimo sería que familia y sociedad invirtiesen juntos en las nuevas generaciones empeñándose en que dispongan de las condiciones para sacar adelante de manera autónoma las irrepetibles historias familiares y la común historia social.
En cuanto padres con hijos adolescentes o “jóvenes adultos” podemos hacer algo. Ante todo entender la causa profunda que no permite a nuestro hijo independizarse y preguntarnos si nosotros lo queremos de verdad. Puede que el hijo no encuentre una buena razón para salir. En ese caso deberíamos de dársela. Podría tratarse de un curso de estudio interesante lejos de casa o un trabajo. Si no hay buenas razones tenemos el deber de no hacerles la vida tan cómoda para encenderle el deseo de empezar una vida emancipada. En todo caso, podríamos ayudar nuestros hijos en los primeros pasos de la nueva vida. Podríamos ofrecerle una parte de alquiler para los primeros meses, buscar casa con ellos, regalarles los muebles básicos para empezar, etc.
En el caso de que el hijo, por varias razones, se sigue quedando en casa, hay algunas pautas:
– Esta casa no es un hotel. Cuantas veces lo decimos. Pero al final, ¿lo ponemos en práctica? ¿O seguimos dejando el plato calientito y la cama hecha para la vuelta de nuestro-a niñito-a?
– Esa es mi casa. Yo mando. Las reglas no cambian según el gusto del hijo. Hay horas para volver a casa, no puede entrar quien sea, la novia y el novio no se quedan a dormir, el coche es familiar y no se puede utilizar cada vez que a uno le da la gana.
– Hay que contribuir al mantenimiento de la casa y de la familia. Según las posibilidades de cada uno se requiere una contribución. Si el hijo recibe un salario esa contribución debe de ser también económica. En todo los casos se pretende una colaboración en la gestión familiar que no es sólo mantener ordenado el propio cuarto, sino también cuidar de toda la casa (limpieza y mantenimiento) o por ejemplo llevar el carro para la revisión si es necesario, sacar la basura, preparar las comidas, poner ropa a lavar, planchar, etc.
– Si estudias no significa que no puedas contribuir. Los estudiantes tienen algunos deberes. Ante todo no retrasarse con los estudios, especialmente si son muy caros y si los están pagando los padres. La consecuencia de estar al paso con los estudios es pedir becas o ayudas. Pedir libros prestados o comprarlos de segunda mano. Encontrar un pequeño trabajo (baby sitter, bibliotecario, etc) para pagar los extras tanto para la universidad cómo para la vida (salir con los amigos, ir a tomar algo, comprarse ropa etc.).
En definitiva, el sentido de esas pocas reglas, además de ser una contribución que viene bien a los padres, es de ayudar a nuestros hijos a que sean más independientes para que sigan aprendiendo en casa a echar un ojo hacia los demás, a ser generosos, a tener espíritu de iniciativa y de servicio. Entonces: ¿A qué esperáis?
BIBLIOGRAFIA
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Scabini, E. y Donati, P.P. (Eds.). (1989). La famiglia “lunga” del giovane adulto. Milano: Vita e Pensiero, p. 27.
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Alberdi, I y Escario, P. (2007). Los hombres jóvenes y la paternidad, Bilbao: Fundación BBVA, p. 42.